“Si no estamos pegados al celular, no sabemos qué hacer”. La confesión de un estudiante tucumano en una producción de “Panorama Tucumano” resume con claridad el escenario que enfrentan los adolescentes. La vida digital, mediada por redes sociales, algoritmos y pantallas, se ha convertido no sólo en un refugio, sino también en una fuente constante de ansiedad, frustración y desconexión del mundo real. En medio de este panorama, la escuela, institución clave de contención y formación, parece ir perdiendo la batalla por la atención.
La escena de Rocío, una adolescente que cambió el deporte por la pantalla del celular, no es una excepción: es el reflejo de una realidad cada vez más extendida entre los jóvenes. El uso compulsivo de dispositivos móviles y redes sociales se ha convertido en una adicción moderna, silenciosa pero poderosa, que está reconfigurando no solo las rutinas cotidianas, sino también el modo en que los estudiantes se vinculan, aprenden y construyen su identidad.
Los números son contundentes: más de cinco horas diarias frente al celular, en promedio, dedican los adolescentes argentinos. Algunos llegan hasta las 10. Y casi la mitad de ese tiempo se lo lleva TikTok, una plataforma construida precisamente para capturar el foco de sus usuarios con estímulos breves y altamente adictivos. Frente a esto, la propuesta escolar, basada en procesos largos y pensamiento complejo, aparece desfasada.
La consecuencia no es menor. Según el estudio del Conicet liderado por Alejo Barbuza, a mayor exposición a las pantallas, mayores son también los reportes de ansiedad, depresión y trastornos del estado de ánimo. Los servicios de salud pública en Tucumán dan cuenta de esta crisis: en una década, las consultas por ansiedad se duplicaron.
Pero reducir esta problemática a una “culpa de la tecnología” sería simplista. Como bien señalan los especialistas, el verdadero problema no es el dispositivo en sí, sino el uso que le damos. La escuela no puede competir con los algoritmos bajo sus propias reglas. Tampoco puede funcionar como única contención emocional de una generación atravesada por el vacío, la comparación constante y la necesidad de validación inmediata..
Frente a este panorama, prohibir el celular en las aulas puede ser un parche, pero nunca la solución definitiva. La clave está en educar en bienestar digital, enseñar a convivir con la tecnología, comprender sus mecanismos y recuperar algo tan básico como valioso: nuestra atención. Las preguntas de fondo son urgentes y culturales: ¿en qué estamos eligiendo gastar nuestra atención? ¿Qué modelos de vida mostramos a nuestros jóvenes? Porque si no se abre esta discusión a nivel público, si seguimos delegando esta educación a los algoritmos, no sólo serán las aulas las que se vacíen. También lo harán las miradas, los vínculos, los proyectos de vida. La tecnología es una herramienta poderosa, pero la responsabilidad es nuestra. La atención, hoy más que nunca, es un acto comunitario.